Por eso, tiene razón, Tahar Ben Jelloum, extraordinario escritor marroquí -autor, entre otros libros memorables, de El Niño de Arena y Sufrían por la Luz-, cuando asegura:
“Una verdad que no causa risa es mentira”.
Cada vez más, en redes sociales, hacen hilarante sorna del Canelo: vestido de mujer, frente a un costal de papas o comparándolo con Jorge Kahwagi, o donde aparece en la caricatura de Los Simpson. Se ha convertido, a los 35 años de edad, en un bufón de sí mismo. Eso sí: es un poderoso empresario.
Ignacio Beristáin, artífice de una treintena de campeones mundiales -hombres y mujeres- es uno de sus más ácidos detractores. El prestigioso mánager de origen veracruzano suele afirmar que prefiere ver un juego de futbol de la patética liga MX, que una pelea de Saúl Álvarez. El equipo de sus amores es Cruz Azul. A él lo tiene sin cuidado el verbo «cruzazulear».
Incluso lo ha llamado “abusivo”, sinónimo de gandalla, por las ventajas que impone sobre sus adversarios.
Antes de fallecer, 15 de diciembre de 2018, Enrique García, ex campeón nacional pluma en la época de oro del boxeo mexicano, solía lanzar, a los oídos de Balón Cuadrado, otra crítica lapidaria sobre Saúl:
De haberle tocado aquella época dorada habría sido, cuando mucho, «un buen sparring.»
Jorge Kahwagi es considerado la mayor vergüenza del pugilismo nacional. Es un ex boxeador mexicano. Nació el 28 de mayo de 1968 en la Ciudad de México. Hijo de un poderoso empresario, dueño del diario la Crónica -versiones que nadie desmiente ni confirma estiman que el periódico es propiedad del ex presidente Carlos Salinas de Gortari-.
Su carrera en el boxeo profesional nado en un tormentoso mar de polémica. Duró desde 2001, hasta 2015, se destacó por ser el único boxeador mexicano que se retiró invicto y con un récord del 100% de nocauts en 12 peleas profesionales. Un hilarante promedio de 1.16 peleas por año. Hay púgiles que llegan a sostener hasta cuatro combates anuales.
Gracias al poderío de sus graníticos puños, ninguno de sus rivales pudo sobrevivir más allá del segundo round. Era invencible, a todas luces, porque sus combates tenían una oscura virtud: tongos -peleas pactadas, arregladas-. Sus rivales se caían solos.
Así ocurría, a la oscura sombra de organismos internacionales donde obtuvo cuatro títulos:
El primero fue el título crucero mexicano que obtuvo en 2002 tras noquear a José López en su tercer combate. Meses más tarde se metió a Rusia para apropiarse del título internacional crucero del CMB. Su tercer cinturón diferente fue el crucero latino de la OMB, el cual se llevó después de vencer a Alexey Osokin.
El último título del boxeador lo consiguió el 10 de enero de 2004 después de superar a Dwayne Swift, ese éxito le permitió proclamarse campeón crucero latino del Consejo Mundial de Boxeo (CMB) -que presidía José Sulaimán, cargo que, tras su muerte, en 2014, heredó su hijo, Mauricio-.
Fue objeto de rabiosas críticas por sus visibles cambios físicos, tatuajes, incluyendo cirugías estéticas y portentoso aumento muscular. Tras su retiro, se dedicó a la política. Fue miembro del Partido Verde Ecologista de México y del desaparecido Partido Nueva Alianza. Además, estuvo vinculado a la farándula.
Es una verdad que, irremediablemente, mueve a risa, comparar a Canelo con Khawagi; mas, sí, tienen similitudes.
El púgil tapatío es un costal de trampas y mañas: escoge rivales a modo, impone cláusula de rehidratación –generar controversia, e vistas por algunos analistas como una forma de proteger a un peleador (en este caso, Canelo) o de limitar al oponente-, pelea con quien se le da la gana y elude rivales que podrían vencerlo -como David Benavides, estadounidense de origen mexicano-. Incluso ha censurado periodistas críticos, impidiéndoles acceso a sus peleas. El polémico David Faitelson, entre otros, es uno de ellos.
Él también tiene tatuajes. La piel como lienzo.
A diferencia del invicto Khawagi, Saúl tiene dos descalabros en 67 peleas: Floyd Mayweather Jr. en 2013 y Dmitry Bivol en 2022. De ellas, 63 victorias -39 por nocaut- y dos empates.
Incluso, en internet, se le ha comparado con el actor y conductor Alfredo Adame, supuesto especialista en artes marciales y boxeo. De quien todo mundo se pitorrea. Es una burda, lastimosa, caricatura de Bruce Lee o Jackie Chan.
Hay quienes sostienen, en redes sociales, que fue más interesante que una pelea del Canelo, cómo se agarraron del chongo, rompiéndose las medias, los senadores Alejandro Morelo, Alito -PRI- y Gerardo Fernández Noroña, El Changoleón Chafa, -Morena- durante una sesión legislativa, en días pasados y que causó furor nacional e internacional. Sólo hubo manotazos y empujones. Nunca golpes.
Sin filias ni fobias, Canelo encarna la crisis del boxeo mundial. Es usado y se deja utilizar por una poderosa mafia desde las penumbras que ensombrecen el ring: promotores, managers, casas de apuestas, televisoras… Por más que diga que no es así, el responde a negros intereses desde la tenebrosa opacidad de este deporte.
Y no es tan bueno como muchos creen, ni tan malo como quien esto escribe piensa. Es, en términos llanos, un peleador de medio pelo; un púgil inflado como globo de Cantoya, porque así conviene al negocio, el espectáculo; no así al deporte.
Ahora, después de más de 15 años de carrera, de cara a su pelea ante el estadounidense Terence Crawford se ha desatado una rabiosa campaña en su contra en redes sociales. Aparecen imágenes de él, editadas, vestido de mujer, maquillado. Como la imagen que ilustra esta columna.
Es la Barbie Mexicana del Ring.
Más que púgil, Saúl semeja actor de Hollywood o modelo de alguna marca de ropa prestigiada: tiene cutis de colegiala, su rostro impoluto, inmaculado, como si solo fuera tocado con el pétalo de una rosa a los largo de tres lustros sobre el cuadrilátero. Su nariz, la más castigada para quienes practican este deporte, es perfecta, de dios griego.
Expondrá su campeonato indiscutido de las 168 libras –CMB, AMB, OMB-, peso súper mediano. Se celebrará el próximo sábado 13 de septiembre en el Allegiant Stadium de Las Vegas, en el marco de las fiestas del grito de la independencia de México.
Mas tampoco, Saúl Álvarez, encarna a la patria -suele cantarse el himno nacional y ondear la bandera, en las ceremonias previas a sus combates-. No es la encarnación de Juan Escutia, el niño héroe, lanzándose desde la tercera cuerda del ring para salvar a la patria. El hecho de que sus peleas suelan coincidir con esa ceremonia tiene qué ver con la mercadotecnia. Inflamar el espíritu patriotero de un pueblo de 130 millones de habitantes, históricamente, huérfano de triunfos; nada en un mar de derrotas ancestrales.
O como escribió el célebre Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, en su icónico libro El laberinto de la soledad:
«¡Pobres mexicanos! Que cada 15 de septiembre gritan por un espacio de una hora quizá para callar el resto del año.»
Nada de eso.
El boxeador es una poderosa máquina de hacer dinero. Su fortuna se estima en unos 300 millones de dólares. Daría buena parte de ella por llegar a hacer realidad una quimera largamente acariciada, que nunca será: ídolo.
De lo poco loable del Canelo es que emergió de los sótanos de la cultura del esfuerzo. Su infancia fue humilde en Juanacatlán, Jalisco. Ahí llegó a los 5 años, aunque había nacido en Guadalajara. Ayudaba a su familia vendiendo paletas en camiones urbanos, y aguas frescas, desde muy joven, para reducir la precaria situación económica de sus padres y siete hermanos. Él es el menor de todos.
Sufrió acoso escolar por sus pecas y cabello rojizo. Pudo encontrar en el boxeo un refugio. Deporte al que su hermano Rigoberto lo introdujo y que marcó su camino hacia una carrera profesional.
Es la Barbie Mexicana del Ring en el irremediable comienzo del ocaso de una vida sobre el ring.