El diminuto Qatar: ombligo del mundo durante un mes

El diminuto Qatar: ombligo del mundo durante un mes

 

 

+Obtuvo la Copa del Mundo que anhelaba

+Un torneo ensombrecido por la controversia, según The New York Times

+Desde que en 2010 le otorgaron los derechos, plagados de corrupción, para ser sede

+Oda al “mundial de la vergüenza”

 

Ciudad de México, 19 de diciembre (BALÓN CUADRADO).- Al final, el diminuto Qatar consiguió lo que quería: ser el ombligo del mundo durante 28 días. País que, paradójicamente, jamás había participado en una Copa del Mundo de FIFA.

Amarga oda al “mundial de la vergüenza”.

El pequeño Estado del desierto, una península con forma de pulgar –poco más de 11 mil 490 kilómetros cuadrados, en comparación con los casi dos millones de México–, no ansiaba otra cosa que ser más conocido, que ser un actor en el escenario mundial en el momento de 2009 en que lanzó lo que parecía un intento poco probable de ser la sede de la Copa del Mundo varonil, el evento más popular del deporte en el planeta.

Organizar el torneo ha costado más de lo que nadie pudo imaginar: en dinero, en tiempo, en vidas –organismos defensores de derechos humanos estiman que fallecieron unos siete mil trabajadores de la construcción de 2010 a 2022–.

“Pero nada ensombreció” la noche del domingo, cuando los fuegos artificiales iluminaron el firmamento en Lusail, los hinchas argentinos “cantaron y su astro, Lionel Messi, brilló al aferrarse a un trofeo que esperó toda una vida para alzar”, ya todos conocían a Qatar, publica el diario estadounidense The New York Times en su edición de hoy.

El desenlace espectacular, una final de ensueño que enfrentó a Argentina contra Francia, un primer título de Copa del Mundo para Messi, el mejor jugador del mundo, un partido palpitante que se definió luego de seis goles y una tanda de penales, se cercioró de que fuera así.

Y, como para asegurarse, para ponerle la huella final al primer Mundial en el Medio Oriente, el emir de Qatar, Tamim Bin Hamad al Thani, detuvo a un Messi resplandeciente que iba a recoger el mayor reconocimiento del deporte y lo apartó.

Había algo más.

Sacó un bisht de bordes dorados, esa capa negra que en el Golfo se usa en las ocasiones especiales y la puso en los hombros de Messi antes de entregarle el trofeo de oro de 18 kilates.

La celebración era el fin de una tumultuosa década de un torneo que se adjudicó en un escándalo de sobornos, manchado por denuncias de abuso a los derechos humanos y lesiones contra los trabajadores migrantes contratados para construir una Copa del Mundo que costó 200.000 millones de dólares a Qatar y que fue ensombrecida por decisiones polémicas sobre todo tipo de asuntos, desde el alcohol hasta las bandas de los capitanes en el brazo.

Sin embargo, durante un mes, Qatar ha sido el centro del universo y ha logrado una hazaña que ninguno de sus vecinos en el mundo árabe ha conseguido, una que en ocasiones parecía impensable en los años desde que Sepp Blatter, el expresidente de la FIFA, hizo el sorprendente anuncio en un salón de conferencias de Zúrich el 2 de diciembre de 2010, cuando dijo que Qatar sería la sede de la Copa del Mundo de 2022, recuerda el periódico neoyorquino.

Es poco probable que el deporte vuelva a encontrarse pronto con un anfitrión como este.

Qatar tal vez haya sido la sede más inadecuada para un torneo de la dimensión de la Copa del Mundo, un país al que le faltaban tantos estadios e infraestructura e historia que su postulación fue clasificada como de “alto riesgo” por los propios evaluadores de la FIFA.

Pero aprovechó la materia prima de la que disponía en abundancia para lograrlo: dinero.

Se calcula, estiman versiones de prensa, que la familia real qatarí posee una impensable fortuna de 450 mil millones de dólares.

Qatar, respaldado por un abastecimiento de presupuesto, al parecer sin fondo, para impulsar sus ambiciones, se embarcó en un proyecto que exigía nada menos que la construcción, o reconstrucción, del país entero en aras de un torneo de futbol que dura un mes.

Esos miles de millones de dólares se gastaron dentro de sus fronteras: se edificaron siete estadios nuevos, así como otros grandes proyectos de infraestructura con un costo económico y humano inmenso.

Pero cuando eso no bastó, también gastó generosamente más allá de sus fronteras, comprando equipos deportivos y derechos de transmisión con valor de miles de millones de dólares y contratando a estrellas deportivas y celebridades que apoyaran su emprendimiento.

Y todo eso se desplegó en Lusail.

Para cuando el partido final se jugó en el estadio de Lusail, con valor de mil millones de dólares, Qatar no podía perder.

El juego se emitía por todo el Medio Oriente en beIN Sports, un gigante de la televisión deportiva que se estableció luego de que Qatar aseguró los derechos de organizar la Copa del Mundo.

También podía reclamar como suyos a los dos mejores jugadores de la cancha: Messi, de Argentina, y el goleador francés Kylian Mbappé, ambos en la nómina del club francés Paris Saint-Germain, de propiedad qatarí.

Mbappé, quien había anotado el primer triplete de una final en medio siglo, acabó el partido sentado en el césped, consolado por el presidente de Francia, Emmanuel Macron, invitado del emir, mientras los seleccionados de Argentina bailaban y festejaban a su alrededor.

La competencia brindó tramas persuasivas —y a veces inquietantes— desde el inicio, al celebrarse una inauguración intensamente política en el estadio Al Bayt, un estadio enorme diseñado para parecer una tienda beduina.

Esa noche, el emir de Qatar estuvo sentado junto al príncipe heredero Mohamed bin Salmán, el gobernante de hecho de Arabia Saudita, menos de tres años después de que este último liderara un bloqueo severo contra Qatar.

Durante meses se discutieron acuerdos y se hicieron alianzas.

El equipo qatarí no tuvo importancia en su debut de Copa del Mundo. Perdería su primer juego y luego iría por dos derrotas más y saldría de la competencia con el peor desempeño de cualquier anfitrión en la historia del torneo.

Habría otros desafíos, algunos de ellos ocasionados por el propio Catar, como la repentina prohibición de vender alcohol en las inmediaciones de los estadios a solo dos días del juego inaugural, una decisión de último minuto que dejó a Budweiser, patrocinador histórico de la FIFA, furiosa en el banquillo.

En el segundo día del torneo, la FIFA aplastó la campaña de un grupo de equipos europeos para llevar una banda que promovería la inclusión, como parte de los esfuerzos prometidos a los grupos de activistas y críticos en sus países de origen, y luego Qatar aplastó los esfuerzos de la hinchada iraní para llamar la atención sobre las protestas en su país.

Pero en la cancha, la competencia cumplió. Hubo grandes goles y grandes partidos, derrotas sorprendentes y un exceso de goles que hicieron titulares y crearon nuevos héroes, sobre todo en el mundo árabe.

Primero llegó Arabia Saudita, que ahora puede presumir de haber derrotado al campeón del Mundial en la fase de grupos. Marruecos, que solo una vez antes había alcanzado la fase de eliminación se convirtió en el primer equipo africano en llegar a las semifinales, logrando una sucesión de victorias apenas creíbles por encima de los pesos pesados del fútbol europeo: Bélgica, España y luego el Portugal de Cristiano Ronaldo.

Esos resultados ocasionaron festejos por todo el mundo árabe y en un puñado de grandes capitales europeas, mientras que también le dieron una plataforma a los hinchas en Qatar para promover la causa palestina, la única intromisión de la política que las autoridades qataríes no intentaron acallar.

En las gradas, el escenario era peculiar: en varios partidos que parecían poco llenos, los vacíos se llenaban minutos después de la patada inicial, cuando las puertas se abrían para permitir que los espectadores —muchos de ellos, migrantes del sur de Asia— ingresaran sin pagar la entrada.

Es probable que nunca se conozca la cantidad precisa de espectadores que pagaron, sus asientos ocupados por miles de los trabajadores y migrantes que construyeron el estadio y el país, y que lo mantuvieron en acción durante la Copa del Mundo.

Fue ese grupo de personas, originario en mayor parte de países como India, Bangladés y Nepal, que fue el rostro más visible de Qatar para los casi un millón de visitantes que viajaron a la Copa del Mundo.

Fungieron como voluntarios en los estadios, sirvieron la comida y operaron las estaciones de metro, pulieron los pisos de mármol y sacaron brillo a los pasamanos y las manijas de las puertas de la multitud de hoteles y complejos de apartamentos recién construidos.

Para el final del torneo, la mayoría de esos aficionados se habían ido, dejando a los argentinos —una población flotante que se calculaba en 40.000 almas— para servir como entretelón sónico del último día y el último partido.

Vestidos con franjas albicelestes, se reunieron en el estadio de Lusail, para crear una atmósfera digna de Mundial —saltando y cantando los 120 minutos del encuentro y mucho después de ello— que ningún dinero catarí podría comprar.

Habían logrado exactamente lo que querían de la Copa del Mundo.

Igual que Qatar.

Habrá que esperar las consecuencias de la cruda por culpa del balón.

(Con información The New York Times)

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