El dolor del recuerdo

El dolor del recuerdo

 

A la memoria de Emilio Hernández Muñoz,

a 10 años de su muerte

 

+ Réquiem por el amigo, el padre, el hermano, el cómplice, maestro…

 + Reportero inigualable de deportes e información general de la revista Proceso

 + “Vivir con honestidad, con verticalidad”, era –a rajatabla– su filosofía personal y profesional

+ Apodado El Mayor por su extraordinario parecido con el desaparecido actor David Reynoso

 

Balón Cuadrado

Jesús Yáñez Orozco

 

Letras lanzadas como ofrenda al oceánico dolor del recuerdo. Llanto en tinta negra sobre el abismo del papel en blanco. Réquiem por el amigo, el padre, el hermano, el cómplice… el maestro.

Pasado envuelto en el sudario de palabras. Amoroso martirio volver al infausto ayer.

Irrepetible historia de un oficio, periodismo, en proceso de extinción.

Su risa, alegre sinfonía, retumbaba en las paredes celestes de la redacción de la Revista Proceso –a finales de los 70 y principios de los 80– que años atrás había sido la sala-comedor de una casa de dos pisos.

Contagiosas sus carcajadas eran una caricia en los ladrillos pintados de azul.

Nada volvería a ser igual después de aquel ingrato día de julio de 1982, cuando nos despidieron de la revista Proceso a una treintena de trabajadores –reporteros y personal administrativo–.

Éramos víctimas de aquella letal frase “no pago para que me peguen”, del entonces presidente José López Portillo. Y que se mezcló con una crisis financiera de la agencia CISA de cinco millones de pesos, debido al impago de sus suscriptores.

Ya se advertía el rabioso recorte de personal. Y ninguna plegaria laboral pudo atemperar. Ni siquiera la propuesta –de un puñado de compañeros apodado «El Decatlón»– de reducir salarios a la mitad de todos los trabajadores para evitar el despido.

La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás para Julio Scherer García y Vicente Leñero.

Ese día, pareció que Emilio Hernández, subjefe de la sección de deportes, asistía a la muerte de un hijo. El ambiente fúnebre. Pesaba el mortuorio silencio.

Sólo resignación en la catedral del periodismo nacional con olor a flores muertas.

A nadie dolió tanto como a él.

Cadavérico su rostro. Palidez de cera. Ojeroso. Fantasmal. Era la imagen vívida y vivida del luto humano, derrota, pesar.

Se derretía al calor de su propio quebranto. Estaba roto por fuera y por dentro.

Piel, su propia mortaja.

Estaba muerto en vida.

Pareció que asistía a su propio velorio.

Vestía pantalón de mezclilla, camisa blanca y suéter beige con botonadura al frente, bolsas laterales de parche. Siempre lo atenazaba un irremediable aire provinciano.

Devoraba cigarrillos, hambriento de nicotina, para sobrevivir a su desazón. Como un alcohólico que no para de beber para aligerar el dolor.

Cuando lo conocí, un lluvioso día de septiembre de 1978, tenía poco más de 40 años. Era anciano prematuro: su cabeza, diminuto Popocatépetl. Nuestro amistoso nudo gordiano duró casi tres lustros, hasta mediados de los 90. Nunca supe qué lo desató.

Este 30 de octubre Emilio Hernández Muñoz cumplió una década de muerto. Era el brazo derecho de Francisco Ponce Padilla, titular de la sección de deportes.

De Paco aprendí el rigor de la escritura.

“El complemento más corto de una frase siempre va antes, Puma» –mi apodo–, insistía para mejorar la sintaxis.

De Emilio abrevé la ética del oficio, pilar de mi vida profesional durante 44 años.

“Vivir con honestidad, con verticalidad”, era –a rajatabla– su filosofía personal y profesional.

No había medias tintas: blanco o negro.

Amoroso ogro.

Ese infausto día del despido, un reportero que después llegó a laborar en el diario La Jornada, cuyo nombre no es digno de mención, escupió desde la grandiosa pequeñez de su soberbia, tras ver la lista que simbolizaba un disparo en la sien de los que ahí aparecíamos:

“Que se vayan los ineptos”.

Había una lista adosada al pilar azul de la planta baja con el nombre de los despedidos.

Él estaba ahí.

Algo mágico se había roto.

Me confesaba Emilio, quien no tardaría en irse del semanario.

Dejaron de jugarse los torneos anuales de ping pong llamados del pavo. Había dos mesas habilitadas en el patio trasero. Una era para “amateurs” –inexpertos– y otra para “profesionales”. Emilio era uno de los más avezados.

Diversión que muchos tomaban como terapia para exorcizar el endemoniado estrés del oficio, antes, durante, y después de escribir una nota informativa, crónica entrevista o reportaje, ya fuera para la agencia CISA –ahora Apro– o la revista.

Después fue sustituido por un anodino futbolito.

Por su extraordinario parecido con el actor David Reynoso, Emilio era apodado como él: El Mayor. Incluso era similar la voz de trombón de ambos.

Insólitamente parecían dos gotas de agua.

José Garduño Gómez, miembro del Salón del Periodista, con quien compartió el oficio durante varias décadas, recuerda una entrañable anécdota:

En 1979, durante los Juegos Panamericanos en San Juan, Puerto Rico, él fue el enviado de la Revista Proceso y en la sala de prensa las encargadas del télex para enviar nuestras informaciones a México, nos daban preferencia, sobre los demás periodistas. Porque alguien lo presento como David Reynoso, el artista estelar de la película mexicana Viento Negro.

Cuando llegamos a viajar en taxis locales les decíamos a los choferes que Emilio era artista de cine y ellos nos mostraba su satisfacción por conocerlo y nos atendían de maravilla elogiando también gustosamente porque éramos mexicanos.

No sé hace cuánto tiempo vengo cargando losas marmóreas de amargura, desazón, orfandad por no saber qué había sido de él.

Debido a que –como debe ser– siempre mantuvo un perfil bajo, fue casi marginal la noticia de su deceso.

La foto borrosa que ilustra este testimonio fue retomada de una imagen que era para un tríptico publicitario de promoción de los servicios de la Agencia CISA.

En ella aparecemos, en primer plano, Francisco Ponce, después Emilio, yo a su lado. Atrás, de lentes, Ernesto Soto Páez.

De los cuatro soy el único sobreviviente.

Porque hablar de la muerte ajena es una forma de hacer rounds de sombra de la propia.

Además de ellos, por la sección de deportes pasaron Adrián Chavarría, Raúl Monje, Jorge Sepúlveda, Carlos Rivero, Jesús Morales, Luis Uribe.

Por su inconmensurable calidad humana, fue Emilio uno de los más graciosos, grandiosos, y virtuosos seres humanos que se cruzó en mi camino. Había abrevado de la sabiduría de la universidad la vida.

Ahí se había doctorado con honores.

Algo que no sabía yo:

Nació en Madrid, España, el 22 de marzo de 1934. Llegó a México a la edad aproximada de 13 años.

Realizó sus estudios en la Ciudad de México y, después de laborar como velador, conductor, vendedor, ganadero, constructor y jefe repartidor de periódicos, fue un notable periodista y catedrático, según el portal contrapuntonews.

Qué curioso: también hice una variedad de oficios antes del reportero: ayudante de albañil –macuarro–, estibador, taxista, ayudante de electricista, chófer. Quizá, sin saberlo, eso también nos identificaba.

Ya en León, agrega el diario digital, por la década de los 80, fundó la Escuela de Periodismo del Periódico AM, dio cátedra en el Tecnológico de Monterrey y en las universidades De La Salle e Ibero. Cada año ganaba reconocimientos por su enseñanza dentro y fuera de aulas

Un par de veces, él ya fuera de Proceso, lo visité en su casa en la calle 16 de septiembre de León, Guanajuato. La primera fue a finales de los 80. Iba acompañado por la madre de mis hijos, Adriana de la Mora. Entonces estaba aún bebé el primero, Emiliano. Ximena llegaría después.

Por ese entonces había pasado por la redacción de la agencia Notimex y trabajaba en el diario El Nacional –desaparecido–, ambos órganos informativos del gobierno mexicano. Caracterizados por una feroz censura institucional. Antítesis de Proceso.

Simultáneamente, comencé a colaborar con cuentos cortos en la Revista Rino, que dirigía Carlos Perzabal. Publicaban, entre otros, Carlos Monsiváis, y José Luis Cuevas.

Orgulloso mostré a Emilio uno de los ejemplares con una de mis historias.

Leyó con el ceño fruncido.

Dejó el ejemplar sobre la mesa, mirándome con ojos de plato sopero.

“Tiene todo el estilo de Proceso”, comentó Adriana, también ex reportera del semanario.

“Para nada”, respondió Emilio con una sonrisa de satisfacción.

Añadió:

“Ya no escribe como lo hacía”.

Remató con su vozarrón:

“Tiene estilo propio”.

Me había –sin pretenderlo–, arrancado el cordón umbilical procesiano. Del que suelo decir que lo mejor de mi vida profesional fue llegar a la publicación que dirigía don Julio Scherer García.

Pero lo más grato fue ser despedido.

Porque me permitió ver este oficio con otros ojos.

Duele, pesa, fugazmente grato, desenterrar recuerdos sepultados por las añejas, pesadas, lápidas que quebrantan el tiempo. Quizá porque estamos hechos del pasado. Pilar desde el que construimos presente y futuro.

Cuando uno entra a la juvenil ancianidad, pienso, tiene la obligación de recordar el dolor. O hay riesgo de morir prematuramente. Hacerlo prolonga la efímera vida.

Porque he hecho del dolor parte de mi felicidad.

Emilio Hernández Muñoz

Pellizca el corazón el solo título del archivo en el ordenador para intentar honrar su memoria:

Emilio Hernández muerte.

Pienso si, quizá, alguien algún día, hará algo similar por mí.

Otro de los momentos infaustos que vivió Emilio, que me tocó presenciar, fue con Carlos Marín, considerado en la redacción una suerte de bufón de Scherer y Leñero.

Además, entre otras cosas, hacía el trabajo sucio: despedir trabajadores.

El área de deportes estaba a mano derecha, a la entrada a la redacción de Fresas 13, en la colonia Del Valle.

Siempre que llegaba, Marín –1,62 de estatura– era hiriente, ácido, burlón –una suerte de eterno borracho malacopa, como se dice ahora–; hacía sorna de Emilio –más de 1,80 metros y unos 110 kilos de peso.

Cansado, rojo de coraje, El Mayor lo llamó. Salieron a la calle.

Minutos después volvieron. Marín, desencajado, como alma que lleva el diablo, subió al primer piso, su área de trabajo.

Emilio se sentó en su lugar, frente a mí.

Nervioso, temblorosas las manos, sacó un cigarrillo.

Antes de encenderlo, soltó, los ojos inyectados de ira:

“Está advertido: la próxima vez le parto la madre”.

Sabía que si Marín se quejaba con la dirección corría riesgo de ser despedido.

Emilio solía recriminarme, por lo general cada quincena, cuando llegaba con retraso a la redacción, junto a Paco Ponce, después de opíparas comidas y tragos en restaurantes de avenida Insurgentes Sur.

Con el paso del tiempo me asalta la duda si lo hacía por la labor periodística, la urgente entrega de notas para la agencia.

O por temor a que también abrazara al mortífero demonio del alcohol –él no bebía. Y que llevó a la tumba a varios compañeros.

Después de la última vez que nos vimos, a principios de los 90, perdí todo contacto con él. El teléfono de su domicilio se cansó de sonar.

Decenas de veces llamé.

Quizá un ciento.

Sólo respondía el estruendoso silencio.

Fue en 2003, como reportero del diario El Universal, que –no recuerdo cómo– establecí contacto con Margarita, su esposa. Eran mis vacaciones. Venía de Guadalajara e hice escala en León.

Quedamos de vernos.

Me citó en un hospital de la ciudad. Iban a someter a diálisis a su hijo Francisco. Llegué alrededor de las ocho de la noche.

Años atrás Paco había recibido la donación de un riñón de Margarita, su madre. La historia de ese trasplante, por lo que me contaba, contrito, fue indescriptible calvario para Emilio.

Iba con la inenarrable emoción de saludarlo, abrazarlo. Tomar un trago con él. Quizá de whisky Chivas que le había obsequiado tiempo atrás.

Después de casi dos horas de espera en la antesala, Francisco no salía. Margarita se me acercó diciéndome que no llegaría, por cuestiones de trabajo con el equipo del alcalde en turno de la ciudad.

Salí descorazonado, arrastrando mi tristeza como chancla vieja.

Consciente o inconscientemente me hice a la idea que no volvería a verlo.

En 2015 Carlos Rivero me dio la infausta noticia por Facebook:

Emilio había muerto.

Volví a llamar a su casa. Ansiaba salir de la duda.

Nada.

Su teléfono seguía neciamente mudo.

Después de mucho buscar y poco encontrar para saber cómo y de qué murió, con el alma quebrantada, hecha jirones, rota, deshilachada, miré su foto en un portal: devorado por el rabioso cáncer antes de morir.  Aparece con una amarga, forzada, sonrisa. Esa que recuerdo hace 44 años, como si fuera ayer,

Eso sí: no veo que haya perdido su mirada vivaracha, juvenil, amorosamente cálida.

Los irremediables estragos de la nicotina en sus dientes hacen más lastimosa su expresión en la foto de close up.

Pienso que a Emilio, por caprichos, avatares de la vida, le nació la querencia por el periodismo con amor de adolescente. Y le creció a la brillante sombra de Proceso.

Hasta llegar a ser lo que fue: maestro del oficio.

Finalmente, en redes sociales, di con el doloroso hallazgo: la confirmación de su deceso.

Fechada en León, Guanajuato, el jueves 1 de noviembre de 2012, Verónica Espinosa, corresponsal de la revista Proceso y Apro, escribió una sentida necrológica, titulada:

Fallece el periodista Emilio Hernández; formó parte de Proceso:

Narraba:

En esta ciudad falleció ayer el periodista Emilio Hernández Muñoz, quien por una década formó parte de la redacción de la revista Proceso. Entre 1978 y 1988, Emilio Hernández escribió para la sección de Deportes, de la cual pasó posteriormente a la de Información Política y Social.

Tras de sí, deja una larga trayectoria que pasó por la hechura de periódicos como El Sol de León en los años sesenta; su consolidación periodística en Proceso; la academia como profesor de varias generaciones en universidades como La Salle Bajío y el Tecnológico de Monterrey, en León, así como la asesoría en comunicación a varios alcaldes de esta localidad.

Al recordarlo ante familiares, amigos, colegas y exalumnos en el velatorio Gayosso, sus hijos Francisco y María Eugenia –Nona, la llamaba él amorosamente– fueron desgranando las tantas anécdotas vividas y los aprendizajes a su padre, fallecido a los 84 años víctima de cáncer.

Francisco, quien también es periodista y comunicador, recordó que, como apasionado de los deportes, Emilio le enseñó los entresijos de la crónica del beisbol, actividad que reportó puntual para Proceso desde las ligas nacionales y del Caribe.

Fue Emilio Hernández el primer reportero en viajar a Etchohuaquila, la tierra del lanzador sonorense Fernando Valenzuela, para escribir en el semanario la historia del humilde poblado, la familia y los inicios del fenómeno en que se convirtió El Toro.

Estos son los primeros párrafos de este reportaje publicado en la edición 236 de mayo de 1981:

«Ya lo traía de nacencia. Por eso no quiso seguir en la escuela y comenzó a irse de la casa». Así recuerda don Avelino aquellos calurosos días de mayo de 1973, cuando su hijo, Fernando Valenzuela, era apenas un endeble adolescente, aspirante a jugador de beisbol.

 “Fernando se fue del ejido poco a poco, como la lluvia: primero se iba a Navojoa, con el equipo Mayos de la liga del estado. Desaparecía por unos ocho días y regresaba, hasta que una vez lo contrataron en Guanajuato y volvió luego de cinco meses.

Apenas tenía 16 años.

“–Sentí sus ausencias –agrega don Avelino–. Es el más chico de doce hijos, pero el que menos ha estado en la casa. A veces me intranquilizaba porque era muy callado y no sabía cómo le hacía para vivir. Además, aquí siempre se necesitan brazos para trabajar la tierra.

 “Ahora, cuatro años después y en sólo 28 días, Fernando Valenzuela está convertido en el pelotero mexicano más destacado en las Ligas Mayores de beisbol. Sus siete victorias sin derrota, cinco blanqueadas, porcentaje de 0.28 en carreras limpias y 61 ponchados en igual número de presentaciones, lo colocan como el pitcher más consistente de su equipo, Dodgers de los Ángeles, de la Liga Nacional, y de la Americana”.

Volvió al año siguiente a Etchohuaquila, cuyos caminos ya no eran los áridos y polvorientos terregales, para dar constancia de la transformación del pueblo gracias al hijo pródigo.

Hasta ahí parte del texto sobre el deceso de Emilio.

Artemio Cano, otro integrante del Salón del Periodista, quien trabajó 50 años en la sección de deportes de Excélsior, describe que, a diferencia de los demás corresponsales, Emilio era el único que redactaba sus notas, y no sólo pasaba datos. Y que le abriría las puertas de Proceso.

Así lo recuerda:

Empezamos con una relación de trabajo telefónica, eso se cambió por una amistad que creció cuando él dejó su natal León, Guanajuato, para incursionar en su pasión, el periodismo. Llegó a Excélsior para integrarse a Últimas Noticias, con otro entrañable amigo, Paco Ponce, y convivimos, los tres, como lo hacen los buenos amigos.

Pero vino el golpe del gobierno a Excélsior y me dolió mucho la separación, yo quise irme con ellos, al igual que otros compañeros de deportes, pero don Julio Scherer, nos pidió:

“‘En estos momentos no tengo una trinchera desde donde pelear. Quédense y luchen desde dentro para defender al periódico’. Hubo reuniones clandestinas con don Julio. Pero nunca se concretó volver a trabajar juntos”.

Cuando uno llora la muerte del otro –o la otra– desconoce que llora la propia.

Resignado a quedarme con las ganas de platicar a Emilio los pequeños grandes triunfos, durante 44 años, de mi diminuta vida profesional, digo, desde el dolor del recuerdo:

Adiós Mayor.

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